Reflexiones previas a las elecciones
No cabe duda que la democracia es un asunto peculiar, por decir lo menos. Es un hecho desgarradoramente evidente e inevitablemente certero que nuestra bandera huele mal, nuestra democracia funciona mal. Oye, y no te alarmes. Siempre ha funcionado así. Mal. Es claro que la economía y la vida son dos aspectos demasiado diferentes de dos intereses realmente opuestos entre sí, y, para infinita desgracia de los que tenemos que mamárnoslo, no junta ni pega. No vamos a negar así tan funestamente que la escurridiza economía que sustenta nuestra democracia no vale el lujo de adoctrinar nuestra naturaleza creativa y curiosa a un particular fetichismo por la estadística y el calendario.
Hoy vivimos época de elecciones. Eso es, se nos ha dicho que tenemos voz. Hoy, como ya tantas otras veces, se nos abofetea y se nos adormece al ritmo trágico-dulzón del suceder de la propaganda y el regateo. Han aparecido nuevos y conocidos representantes, agitando una bandera lo suficientemente rápido como para impedirnos leer un mensaje que no existe. Y es que la cosa funciona así, no es cosa mía: cada cierto tiempo una manada de gibones mal disfrazados se desparrama por aquí y por allá intentando convencernos de que les entreguemos el mando valiéndoselas de que con la careta se nos parecen un poco. Nos convencen de que les entreguemos las riendas de nuestras vidas, autoridad para tocar temas que nos afectan directamente y que condicionan nuestro bienestar más cotidiano. Farfullan y se menean sonrisones con el delicado babear del loco, el bufón, el payaso demente y armado.
Y no es sólo esto, además son feos.
El circo de las elecciones se ha montado ya tantas veces y se ha repetido tanto el programa que los nuevos actores que representan papeles muy pero muy viejos han perdido una parte sustancial de su seriedad. Se han convertido en burdas caricaturas dispuestas a vender sus horripilantes fachadas a cambio de un poder que los corrompe hasta lo grotesco, y que al parecer estamos dispuestos a dar. Podría incluso decirse que son sus oscuras intenciones las que los afean tanto. Y no es asunto de estética, es el color, el formato, el discurso. Basta comprobar visualmente que son todos payasos cada vez más feos (hay algunos casos particulares en lo que esta característica se exagera hasta el ridículo, como aquellos que ostentan sus gordas papadas junto al horrendo candidato Joaquín Lavín, resaltando especialmente una mujer increíblemente fea), y ya es asunto de minutos percatarse de que no hay nada por lo que podamos bogar en común. Son una especie demasiado diferente como para identificarse con ellos.
Otro asunto que vale la pena mencionar: el bombardeo millonario de propaganda por la causa, aparte de resultar tóxico y nocivo para un entorno que ya es casi puro material de vertedero (recordemos que nos dedicamos a fabricar basura), es realmente una burla cruel al estado de bienestar y al valor en metálico de la vida de las personas que de veras son responsables de su poder y su desfachatado egoísmo, aquellos cándidos votantes.
Reflexiones post elecciones
Pues sí, tal como se veía venir, se vio venir. El espectáculo se montó con acostumbrada somnolencia, tartamudeando algunas sonrisas vagas por aquí y por allá, y, como era de esperarse, hoy los que nos paseamos minúsculos, enanos a manos abiertas esperando sonsamente que se nos entregue de una vez el balón que no parecemos tener muy en claro nos pertenece, contamos ya con la brutalidad de las cifras que nos latiguean en el rostro los resultados de estas elecciones que de seguro alumbran los estandartes de aquellos que ya pueden ir desabrochando sus braguetas al ritmo de sus orgiásticos triunfos, con puerilidad encanto, y satisfechos hasta lo griego.
Las elecciones ya pasaron y nos las tragamos como quien compra papas y se entera que por todas partes se riega la democracia a ininterrumpidos flujos de petróleo y napalm. Por todas partes ya puede irse socarronamente, con la desfachatez propia de estas circunstancias fúnebres, anunciando a chirridos que la que ganó fue la derecha, y que si ya lo sabíamos, que si ya estaba previsto, y que quien quisiera alegar que el asunto se rebalsa ya de fraude bien podría asegurarse de que tanto circo ciertamente no era necesario. A nadie parece inquietarle que lo único que le queda al individuo común, al señor pasajero, es ahora terminar de prestar el lomo a los intereses propagandísticos de los que de seguro ganan algo, y empezar de una vez a prestar el lomo para deshacerse de la millonaria inversión que abarrota nuestro hormigón armado, limpiar de dinero las calles y olvidar que hay ciertas cosas que ya no podremos sacárnoslas de encima ya por un buen rato. Ciertos nombres que son ahora institución, que son ahora slogan escrito en lenguas en los que sólo podemos confiar como sólo se confía en lo ciego.
Fue la derecha la que ganó. La derecha de la que sólo sabemos osan embaucarnos con horripilantes fachadas a modo de seres humanos y mensajes que no son tales. Se nos convenció a fuerza de agotamiento, se nos cansó hasta la médula (sin contar que ya se nos cansa hasta la médula día tras día a través de la burda mentira de la dignidad en el trabajo y la hiperproducción frenética que nunca salvará al tercer mundo de la hambruna y la miseria), se nos refregó la publicidad por los cuerpos hasta que terminamos tan confundidos que no sabíamos ya si debíamos tomarnos la foto para el carnet del partido (que en muchas ocasiones se ocultó deliberadamente y simplemente no se incluyó dentro de la propaganda) o tan sólo tarjar una pequeña línea para que así y sólo así se acallara de una vez la infinita cadencia de un mensaje que nunca dijo nada.
Y esto es realmente lo más peculiar del asunto: se nos convenció a través de nada. El cartel nunca mencionó el programa, y todos los peatones apretujados aquel domingo en aquellas imponentes guarderías color petróleo regalando su voluntad a pedazos, ignorando fantásticamente qué era lo que se estaba aprobando, en qué consistía realmente el circo, de qué reían los payasos de un circo milenario que habla en lenguas, y que aburre a solemnidad.
Me parece que el ciudadano común está ya tan cansado que pretende acabar de una vez con toda la farsa, meterse a la cama, cerrar los ojos y dejar que sean ellos (pero que a mí no me toquen, a mí que me dejen en paz) los que finalmente se maten, histéricamente, los unos a los otros, de puro aburrimiento.